Por Alfonso Ortiz C.
La obra completa de Cristo:
El pecado fue quitado
La Escritura es clara al afirmar que el sacrificio de Cristo fue suficiente para eliminar el pecado. En Hebreos 9:26, leemos que Cristo se ofreció “una vez para siempre” para quitar el pecado:
“Pero ahora, en la consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado.”
Este acto no fue temporal ni parcial, sino definitivo y completo. Cristo quitó el pecado de una vez y para siempre. Este es un aspecto central del mensaje de la gracia: el pecado ya no tiene lugar en nuestra relación con Dios, gracias a lo que Jesús hizo. Sabemos que el pecado entró en el mundo a través de Adán, como dice Romanos 5:12, pero también es claro que, por un solo acto, a través de Jesús, el pecado fue eliminado:
“Así como por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, así también por un solo hombre vino la justificación para vida.”
No más pecado para aquellos en Cristo
En Hebreos 10:17, se nos recuerda la promesa del Nuevo Pacto:
“Y nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones.”
Este es el corazón del mensaje de la gracia: Dios ya no toma en cuenta nuestros pecados. No hay más condenación ni juicio por el pecado, porque el juicio ya fue llevado en la cruz. En 2 Corintios 5:19, se reafirma:
“Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo mismo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados.”
Bajo el Nuevo Pacto de la gracia, el sacrificio de Cristo fue suficiente. Nuestra salvación no está basada en la capacidad de evitar pecar o en confesar constantemente, sino en la obra perfecta de Cristo, que quitó el pecado del mundo.
Las obras de la carne y sus consecuencias
Aun así, quedan las obras de la carne, que son producto de nuestra naturaleza caída. Aunque tienen consecuencias en esta vida, no afectan nuestra salvación ni nuestra posición delante de Dios.
En Gálatas 5:19-21, Pablo menciona las obras de la carne, no para condenarnos, sino para advertirnos sobre las consecuencias terrenales que estas acciones pueden traer:
“Y manifiestas son las obras de la carne, que son: adulterio, fornicación, inmundicia, lasci-via, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas.”
Las consecuencias de estas obras afectan nuestra vida aquí en la tierra, pero no determinan nuestro destino eterno. Cristo ya pagó por nuestra redención, y somos justificados por gracia.
No hay pecado donde no hay ley
Romanos 4:15 y Romanos 5:13 son clave para comprender esta verdad:
“Donde no hay ley, no hay transgresión.” “Donde no hay ley, no se inculpa de pecado.”
Cristo, al cumplir la ley y quitar su condenación, nos dejó libres de la imputación del pecado. No estamos bajo la ley, sino bajo la gracia.
Romanos 6:14 lo resume así: “Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia.”
La soberanía de Dios en la elección
En 1 Corintios 1:27-29, Pablo nos recuerda que nuestra salvación y llamado no dependen de nuestra sabiduría o fuerza:
“Sino que lo necio del mundo escogió Dios… a fin de que nadie se jacte en su presencia.”
Dios nos eligió, no porque lo mereciéramos, sino por su gracia. Nuestra salvación no fue una decisión basada en nuestra voluntad, sino que Él nos escogió desde antes de la fundación del mundo.
La imposibilidad de buscar a Dios por nosotros mismos Pablo también nos dice en Romanos 3:10-11:
“No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios.”
Esto demuestra que, en nuestra naturaleza caída, no tenemos la capacidad ni el deseo de buscar a Dios. Si no fuera por su intervención, ninguno de nosotros vendría a Él.
La predestinación y el plan de Dios
En Efesios 1:4-5, se nos dice que Dios nos escogió y predestinó: “Según nos escogió en él antes de la fundación del mundo… en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos.”
Nuestra salvación no depende de nosotros, sino del plan soberano de Dios.
El libre albedrío limitado
Nuestra capacidad de elegir está limitada por nuestra naturaleza caída. En Romanos 8:7-8, Pablo nos enseña que, sin la intervención del Espíritu Santo, estamos esclavizados a nuestra naturaleza caída y no podemos agradar a Dios. Solo el Espíritu Santo nos libera de esta esclavitud y nos da el don de la fe.
El papel de la gracia en la salvación
En nuestra fe cristiana, uno de los pilares más fundamentales es la salvación por gracia. Esta verdad es el corazón del evangelio que proclamamos: somos salvos no por nuestros propios méritos o esfuerzos, sino por la gracia de Dios, a través de la fe en Cristo.
Como nos recuerda el apóstol Pablo en Efesios 2:8-9: “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe”.
Es un regalo divino que no podemos ganar, no importa cuán buenas sean nuestras acciones. Esto es liberador para nosotros, porque nos quita el peso de la autosuficiencia y nos recuerda que es el amor eterno de Dios lo que nos rescata.
El nuevo nacimiento: Una transformación espiritual
Nuestro proceso de salvación comienza con la soberanía y elección de Dios, no con nuestra propia decisión o libre albedrío. Es Dios quien nos puso en Cristo; nosotros no elegimos estar en Él.
Este proceso implica mucho más que una simple declaración de fe, también implica un nuevo nacimiento. Tal como Jesús le enseñó a Nicodemo en Juan 3:3-6: “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios”. Este nuevo nacimiento no es físico, sino un renacer espiritual.
Es a través de la fe en Cristo que el Espíritu Santo obra en nosotros, regenerando nuestro corazón y transformando nuestras vidas desde dentro. Como Pablo lo expresa en 2 Corintios 5:17: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas”. Hemos dejado atrás nuestra vieja naturaleza, que era esclava del pecado, y hemos sido hechos nuevas criaturas en Cristo.
Este nuevo nacimiento marca el inicio de una vida dirigida por el Espíritu, donde el carácter de Cristo se refleja en nosotros. Romanos 8:9 nos recuerda que “si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él”, lo que significa que nuestra vida en Cristo debe estar marcada por la presencia transformadora del Espíritu Santo en nosotros.
La seguridad de nuestra salvación
Además, en Cristo, tenemos la seguridad de la salvación. No es una esperanza incierta ni algo que dependa de nuestra capacidad de permanecer fieles. Jesús mismo nos promete en Juan 10:28-29: “Y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre.” Esta promesa nos llena de paz y confianza. Sabemos que nuestra salvación está asegurada, no porque confiemos en nuestra fuerza, sino porque está garantizada por la obra perfecta de Cristo y por el poder del Padre.
Esta certeza nos impulsa a vivir con gratitud. Sabemos que hemos sido salvos por gracia y somos guardados en Su amor por la eternidad. Como dice Filipenses 1:6: “El que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo.” No solo confiamos en que nuestra salvación es segura, sino que también confiamos en que Dios mismo seguirá transformándonos y guiándonos hasta que nos encontremos con Él en la gloria.
Nuestra vida en respuesta a la gracia
La gracia que nos salva también nos capacita para vivir una vida en comunión con Dios. Esta gracia no solo nos redime, sino que nos fortalece para vivir conforme a su voluntad. En Tito 2:11-12, Pablo escribe: “Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente.” La misma gracia que nos justifica también nos transforma, capacitándonos para vivir una vida que honre a Dios.
Por lo tanto, nuestra respuesta a la salvación por gracia no puede ser pasiva. Estamos llamados a caminar en novedad de vida, sabiendo que el mismo poder que resucitó a Jesús de los muertos está obrando en nosotros.
Como nos dice Filipenses 2:12-13: “Ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor; porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad.” No trabajamos para ganar la salvación, pero trabajamos con gratitud y reverencia, sabiendo que Dios nos ha dado el don de la salvación y nos está transformando día a día.
Conclusión
La salvación no depende de nuestro libre albedrío, sino de la obra soberana de Dios. Cristo quitó el pecado de una vez para siempre, y ahora vivimos bajo la gracia, no bajo la ley. Todo mérito es de Dios, y a Él le damos la gloria por nuestra salvación.
Hemos sido salvados no por lo que hemos hecho, sino por lo que Cristo ha hecho por nosotros. Nuestra respuesta es fe, gratitud y una vida entregada a Dios, confiando en que Él terminará la obra que ha comenzado en nosotros. ¡Toda la gloria sea para Dios por su infinita gracia!